La maldición de Victoria (5)

Pasó un año completo de esta manera, a lo largo del cual el pastor nunca se atrevió a acercarse a la doncella de sus sueños, y Victoria jamás logró descubrir la identidad del hombre que la espiaba desde la distancia. En más de una ocasión había pensado el muchacho en acercarse a ella y hablarle de amor, pero siempre se había arrepentido, pues la joven insistía en mantener su identidad masculina ante todos los que la conocían. ¿Y si se acercaba a ella y lo rechazaba? ¿Y si se burlaba de él y lo despreciaba? Era incapaz de prever como sería la reacción de una mujer que se aparecía ante los demás como hombre, pero de lo que sí estaba seguro era de que, si le rechazaba, la vida ya no tendría sentido.

No podía el pastor imaginar cuan equivocado estaba. Los presentes que dejaba para Victoria hacían soñar a la muchacha. Ella que por designio del destino se había visto abocada a ocultar su femineidad bajo una apariencia que no le correspondía, sentía vibrar el corazón cada vez que trataba de imaginar cómo sería el hombre que en secreto le regalaba flores. ¿Sería alto? ¿Sería apuesto? ¿Serían sus manos fuertes y su mirada clara? En su imaginación le ponía mil rostros y mil nombres, y se preguntaba por qué no se daba a conocer. A lo mejor era viejo, o muy feo, incluso deforme. Se imaginaba miles de defectos terribles que podría tener el desconocido, y descubría que ninguno de ellos le importaba, porque alguien que se había tomado la molestia de llevarle cada día flores, por fuerza debía tener buen corazón.

Estas fantasías de amor de Victoria se convirtieron en su fuerza cuando, día a día, tenía que mostrarse ante los demás como Víctor. ¡Como envidiaba a las chicas del pueblo, que se ceñían los vestidos a la cintura y adornaban sus cabellos con guirnaldas de flores en el día de la primavera! ¡Cómo las admiraban todos y sonreían a su paso! ¡Que afortunadas eran, y que poco lo sabían! Pero Victoria, la más bella de todas, la que las eclipsaría sin remedio, tenía que mantenerse oculta, vistiendo prendas de varón.

La maldición de Victoria (4)

Aquella noche el pastor no pudo conciliar el sueño, pues no hacía más que pensar una y otra vez en Victoria, y en que deseaba volver a verla al día siguiente, y al siguiente, y todos los días de su vida. Si tan sólo hubiese estado seguro de que podría volver a contemplarla aunque fuera durante unos instantes, se habría tenido por el más dichoso de los hombres.

A la mañana siguiente, cuando salió a llevar a pastar a su rebaño, fue recogiendo de la linde del camino las flores que más le gustaban. Amapolas rojo sangre, modestas margaritas, y, del jardín de una vecina, robó rosas naranjas y amarillas. Una vez que estuvo satisfecho con su recolección, y las ató las flores con un trozo de cuerda negra.

En lugar de dirigirse a los pastos que solía frecuentar, fue hacia el lago de Victoria y sobre una piedra plana en la que había visto que la muchacha colocaba sus ropas, depositó el ramo de flores. Después llevó a sus animales a los prados donde solían pastar.

Al llegar la tarde, más o menos a la misma hora que el día anterior, el pastor abandonó sus cabras, confiando en el buen criterio de su perro para velar por ellas, y fue hasta el lago deseando volver a tener la oportunidad de espiar a la joven en su baño. Sin embargo, para su desesperación, en aquella ocasión, el paraje estaba vacío.

– Tal vez – se dijo – llegue hoy un poco más tarde – y, sentándose en el suelo se dispuso a esperar, ya completamente olvidado de los animales a su cargo.

El tiempo pasó y el pastor estaba ya a punto de darse por vencido cuando en la parte baja del lago, cerca de la superficie del agua, apareció la figura alta y estilizada de Victoria. La muchacha había llegado en completo silencio, como siempre, y comenzaba a despojarse de las ropas, ignorante de que estaba siendo observada.

Sólo cuando fue a depositar las ropas sobre la piedra plana descubrió la muchacha el ramo de flores silvestres que le había dejado el pastor. Sobresaltada al descubrir que alguien más frecuentaba el lugar, se tapó torpemente con las prendas que se había quitado, y levantó la cabeza, mirando a su alrededor en busca de quién había dejado aquel regalo. Sin embargo, el pastor también estaba acostumbrado a moverse entre los bosques, y hábilmente se ocultó de la mirada de la muchacha, quién, tras investigar un poco más en los alrededores terminó convenciéndose de que estaba sola, y decidió continuar con su ritual de baño cotidiano.

Aquella noche, ni Victoria ni el pastor pudieron conciliar el sueño. Ella se preguntaba quién le habría dejado el ramo de flores, pues no dudaba que eran para ella. Él no podía creer en su suerte por haberla vuelto a ver.

La maldición de Victoria (3)

Pasaron los años y Victoria fue creciendo para convertirse en una niña cada vez más bonita. Día a día, sus padres la observaban llenos de orgullo, pero junto a aquel sentimiento, crecía también una sensación de temor por su seguridad. Sin hablarlo, casi sin proponérselo, empezaron a criarla como a un chico, cortando sus cabellos del color del fuego y vistiéndola como a un muchacho.

Era muy poco el contacto que la familia del guardabosques mantenía con el poblado más próximo, pues no estaba cercano. Sin embargo, todos los que allí conocían a la familia, tenían a Victoria por un joven, y le llamaban Victor.

Como si quisiera confirmar la maldición de la bruja, la belleza de Victoria aumentaba día a día, a pesar de las precauciones de sus padres por disimularla. Su cuerpo, joven y flexible, se movía con destreza y agilidad felinas. Acostumbrada a la caza y la pesca, se desplazaba entre los bosques en total sigilo y se movía con rapidez. Sus ojos, del color de las esmeraldas, reflejaban los paisajes verdes del bosque y los hacían palidecer en comparación, y su sonrisa era capaz de deshelar los ríos en lo más profundo del invierno.

Tenía Victoria la costumbre de ir a bañarse a un lago que se encontraba aprisionado entre dos altas montañas que caían sobre él como cortadas a cuchillo. Nadie más que ella y las criaturas del bosque frecuentaban ese lugar, y allí, en aquel santuario de soledad, desnudaba su cuerpo bajo el sol y se permitía ser ella misma.

Quiso la casualidad que, un buen día, un pastor de cuyo rebaño había escapado una cabra, encontrase por casualidad el lago mientras buscaba al animal. Y tal vez fue cosa del destino que llegase justo cuando Victoria, desnuda, se disponía a adentrarse en las aguas transparentes, como una ninfa descuidada.

El pastor quedó deslumbrado por el cuerpo de la muchacha, a la que tardó unos instantes en identificar como a Victor, el hijo del guardabosques. Confundido, se preguntó por qué misteriosa razón la chica ocultaría su verdadero sexo ante los demás, y no logró darse una explicación. Tampoco logró apartar los ojos de ella – a pesar de que sabía que hacía mal espiándola a hurtadillas -, hasta que, dando por finalizado el baño, Victoria recuperó sus ropas y se internó entre la espesura del bosque para perderse de vista.

La maldición de Victoria (2)

Benito y María se miraron, pero una nueva contracción interrumpió el momento.

– Vos, calentad agua – ordenó la anciana a Benito, aceptando el gruñido de dolor de María como un sí -, y vos, decidme cuanto hace que habéis roto aguas y como de seguidas os llegan las contracciones.

De manera natural, sin discusión ninguna, la anciana se hizo cargo de la situación a lo largo de las horas que duró el alumbramiento, hasta que, finalmente, la criatura recién nacida se encontró descansando en brazos de su madre. Después, con la ayuda de Benito, la improvisada comadrona se encargó de recoger las sábanas ensangrentadas, adecentó la estancia y se hizo cargo de la placenta.

– Mañana Benito irá a enterrarla – dijo María al ver que la anciana guardaba los restos con cuidado en una bolsa de cuero-. No es necesario que os molestéis por eso.

– No es molestia, hija mía – respondió la vieja con una sonrisa desdentada -. En realidad, quisiera que me permitieseis a mí deshacerme de estos despojos que ya para nada os sirven.

María miró con desconfianza a la mujer, mientras su esposo fruncía el ceño.

– Ha dicho que mañana la enterraré, y así será – aseguró Benito. No sabía por qué, pero de repente recelaba de las intenciones de la desconocida que se había presentado tan oportunamente en su casa.

La anciana hizo una mueca parecida a una sonrisa.

– Que poco agradecimiento queda ya entre los hombres. Vengo en mitad de esta noche de tempestad para ayudaros a traer al mundo una criatura, y como pago a mi buena obra tan sólo os pido que me entreguéis unos despojos que para nada son de utilidad. ¿Seréis capaces de negarme tan exigua recompensa?

– ¡Nadie os pidió que vinieseis! – exclamó María en ese momento, abrazando en un gesto instintivo de protección – ¡No queremos saber nada de vuestras brujerías, pues sin duda para eso es para lo que queréis los restos de este alumbramiento!

– ¡Bruja me llamáis! – Gritó a su vez la anciana -¡Pues bien, me marcho de esta casa si eso es lo que queréis! Pero antes de irme, habéis de saber que, de no haber estado yo aquí, vuestra hija hubiese muerto en el parto. Me debe la vida, y pienso cobrarme el precio – y apuntando al bebé con su dedo índice, retorcido como un sarmiento, declaro -. Tú, Victoria, hija de María y Benito. Desde el día de hoy, hagas lo que hagas, tu belleza será tu maldición.

Y sin más, la mujer abrió la puerta y regresó a la fría noche, ignorando la abundante nevada que ya había empezado a caer. Sin pronunciar palabra, Benito cerró la puerta y la atrancó con un madero. Luego se tumbó junto a su esposa y la abrazó.

– No hagas caso de las palabras de esa mujer. Sólo mira a nuestra preciosa niña y dime si al verla no te sientes tan dichosa como yo.

– Sí, es preciosa – confirmó María, observando a la niña con ternura.

Pero las palabras de la bruja planeaban en silencio sobre sus cabezas, como un pájaro de mal agüero, empañando su felicidad.

La maldición de Victoria (I)

Era invierno y el viento soplaba furioso y frío entre las ramas de los árboles. En el interior de la cabaña del guardabosque, situada en mitad del bosque, María rompía aguas.

En aquel momento, se encontraba con la única compañía de su esposo, Benito, que se miraba las manos con desesperación sin saber muy bien qué hacer con ellas. Se suponía que debía ayudar a su mujer en aquel trance, pero nunca nadie, le había explicado cómo actuar durante un parto.

– Tenemos que llegar al pueblo y buscar a la comadrona – dijo al fin.

– ¡Imposible! Está a punto de empezar a nevar, y corremos el riesgo de quedarnos atrapados por el camino. Tendremos que hacerlo tú y yo.

Benito alzó los ojos al cielo implorando ayuda. Un milagro, tan sólo un pequeño milagro que le ayudase a salir de aquel atolladero. Y entonces, como si alguien hubiese escuchado su súplica y le enviase una respuesta, llamaron a la puerta.

María y Benito se miraron atónitos, pues su cabaña estaba alejada de los caminos, y era muy improbable que ningún viajero se acercase a ella por casualidad, y menos con el tiempo que hacía. Pero cuando los golpes en la puerta se repitieron, el hombre se acercó a abrir de dos zancadas.

Lo que vio le dejó aun más atónito de lo que ya estaba, pues allí, ante sus ojos, se encontraba una mujer anciana, cubierta con un chal de lana y los cabellos tapados con un velo negro, como el que solían usar las viudas. Cómo había llegado hasta allí en medio del temporal, era un misterio, pues no llevaba equipaje ni montura alguna.

– Pase, por amor de Dios, señora – dijo Benito, franqueándole la entrada. En aquel momento los primeros dolores del parto hicieron gemir a María, que se encontraba preparándolo todo para el alumbramiento -. Tendréis que excusar nuestra poca hospitalidad, pero mi esposa se acaba de poner de parto en este mismo instante.

La anciana inclinó la cabeza y cruzó el umbral. A la luz de los candiles, su estampa era el vivo dibujo de una bruja, vieja y arrugada, con la nariz ganchuda y la espalda encorvada. Sin embargo, su voz sonó amable y acogedora cuando habló.

– Entonces quizá pueda serviros de ayuda – dijo al hombre -. Yo he pasado varias veces por el trance del parto, y podré hacer de comadrona a pesar de mis escasas fuerzas. Si vos me lo permitís.