Pasó un año completo de esta manera, a lo largo del cual el pastor nunca se atrevió a acercarse a la doncella de sus sueños, y Victoria jamás logró descubrir la identidad del hombre que la espiaba desde la distancia. En más de una ocasión había pensado el muchacho en acercarse a ella y hablarle de amor, pero siempre se había arrepentido, pues la joven insistía en mantener su identidad masculina ante todos los que la conocían. ¿Y si se acercaba a ella y lo rechazaba? ¿Y si se burlaba de él y lo despreciaba? Era incapaz de prever como sería la reacción de una mujer que se aparecía ante los demás como hombre, pero de lo que sí estaba seguro era de que, si le rechazaba, la vida ya no tendría sentido.
No podía el pastor imaginar cuan equivocado estaba. Los presentes que dejaba para Victoria hacían soñar a la muchacha. Ella que por designio del destino se había visto abocada a ocultar su femineidad bajo una apariencia que no le correspondía, sentía vibrar el corazón cada vez que trataba de imaginar cómo sería el hombre que en secreto le regalaba flores. ¿Sería alto? ¿Sería apuesto? ¿Serían sus manos fuertes y su mirada clara? En su imaginación le ponía mil rostros y mil nombres, y se preguntaba por qué no se daba a conocer. A lo mejor era viejo, o muy feo, incluso deforme. Se imaginaba miles de defectos terribles que podría tener el desconocido, y descubría que ninguno de ellos le importaba, porque alguien que se había tomado la molestia de llevarle cada día flores, por fuerza debía tener buen corazón.
Estas fantasías de amor de Victoria se convirtieron en su fuerza cuando, día a día, tenía que mostrarse ante los demás como Víctor. ¡Como envidiaba a las chicas del pueblo, que se ceñían los vestidos a la cintura y adornaban sus cabellos con guirnaldas de flores en el día de la primavera! ¡Cómo las admiraban todos y sonreían a su paso! ¡Que afortunadas eran, y que poco lo sabían! Pero Victoria, la más bella de todas, la que las eclipsaría sin remedio, tenía que mantenerse oculta, vistiendo prendas de varón.