La librera y el diablo (V)

Ignitius se quedó desconcertado. De todas las cosas que había imaginado que podrían ocurrir, que ella se riese era la única que no había previsto.

– ¿Entonces…? ¿No te importa?

– Bueno, la verdad es que… no me lo esperaba, pero supongo que da igual… Humano o demonio, yo te quiero. Lo único es que tendremos que hacerte las puertas especiales para que puedas pasar… Como ahora eres tan alto…

– Eso es lo que te quería decir… – e Ignitius le explicó todo, desde que dejó escapar el alma de aquel hombre, el castigo de su amo, cómo se había enamorado de ella, hasta llegar al momento en que Belcebú se le había aparecido reclamándole que regresase con él al infierno -. Pero me ha permitido que vengas conmigo, si quieres. Sólo si quieres – añadió, para dejarlo claro -, no te sientas obligada. Yo… entendería que prefirieses quedarte aquí. El infierno no es un lugar muy hospitalario para los humanos.

– ¿Hace mucho calor? – preguntó ella.

– Muchísimo.

– Por lo menos habrá libros ¿no?

– Eso sí. Está lleno de todas las obras que las distintas religiones han ido prohibiendo a lo largo de los siglos. Te aseguro que no te aburrirás, aunque algunas son un muermo, y casi todas hablan de teología.

– Vaya, no suena muy divertido – reflexionó Victoria -. En fin, ya nos apañaremos. ¿Me da tiempo de hacer la maleta? Por lo menos me gustaría avisar a mis padres…

– ¿Eso es que te vienes? – preguntó Ignitius, que no podía creer lo que oía, y no cabía en si de gozo – ¿Me acompañarás al infierno?

Aquella pregunta hizo que Victoria tomase, de repente, conciencia de la realidad ¿Le acompañaría al infierno? ¡Al infierno, nada menos! Empezaba a pensar que tal vez se estaba precipitando un poco. O mucho. No estaban hablando de mudarse a una ciudad donde hiciese mucho calor… o de irse a un país que estuviese en guerra. Si Ignacio le hubiese dicho que era militar y lo enviaban a… a… ¿a qué país tendrían que enviarlo para que fuese comparable con irse a vivir al infierno? ¡No se le ocurría ninguno! Pero… si le dijesen te tenía que irse a un país peligroso y le pidiese que le acompañase ¿ella le seguiría?

Además, en realidad la había utilizado. Se había acercado a ella para enamorarse y poder regresar a su casa cuanto antes, pero ahora que había obtenido lo que buscaba, no le parecía suficiente, y se la quería llevar consigo ¡Y había esperado hasta el último momento antes de contarle la verdad!

Mientras tanto, Belcebú, que lo observaba todo desde su trono infernal, no creía lo que veía. ¡La humana no había rechazado a Ignitius! ¡Su plan estaba a punto de fallar! ¡Intolerable! Ah… pero dudaba, y él sabía mejor que nadie como aprovechar la duda en su favor. Aún no había jugado su última carta. Bajaría al mundo mortal y demostraría a Ignitius lo poco que valía el amor humano. Esa sería la mejor lección.

La librera y el diablo (IV)

Victoria se extrañó al ver entrar a Ignacio en la librería, pues habían quedado en verse después de la hora de cerrar. En cuanto le miró a la cara, supo que había ocurrido algo.

– Victoria, mi amor… – dijo él, cogiéndole de las manos.

– ¿Qué ocurre? – respondió ella preocupada, esperándose… no sabía que esperaba, pero no debía ser nada bueno.

– Victoria, te quiero con locura, pero hay algo sobre mí que no sabes, y que debo decirte. Yo… tienes que entender, por favor, que no quería engañarte, pero…

La muchacha estaba cada vez más asustada ¿Qué le iba a decir? ¿Qué podía ser tan importante? ¿Estaba casado con otra? ¿Era acaso un delincuente? ¿Tenía cuatro hijos? ¿Era portador de una enfermedad mortal?

– Dime lo que sea – dijo ella apretándole las manos -. Dímelo, y ya veremos como arreglarlo… Sabes que estoy aquí…

Ignitius, al ver la angustia de la muchacha, decidió no prolongar más su sufrimiento.

– Soy un demonio – confesó.

– ¿Queeee? – preguntó Victoria, pensando que había odio mal, o que él quería decir que era un demonio por algo muy malo que había hecho, o… se le ocurrieron muchas cosas, excepto que su novio pudiese ser un demonio de verdad. A Ignitius le costó un rato convencerla, y ella cada vez más, pensaba que él había perdido la cabeza.

– Muy bien, te lo demostraré – dijo al fin Ignitius -. Voy a mostrarte mi verdadera forma. Pero no te asustes, por favor. Preferiría morir mil veces antes que hacerte daño.

– No me voy a asustar, te lo prometo – afirmó Victoria, que en realidad estaba asustadísima.

Un instante más tarde, la muchacha faltaba a su promesa, logrando asustarse más de lo que ya estaba, que era mucho. Ante sus ojos, Ignacio fue tomando un color rojo brillante, y creció hasta llegar a medir más de dos metros. Le salieron unos cuernos grandes y afilados, pero no más afilados que las garras que habían reemplazado sus manos, o que los colmillos que llenaban su boca. ¡Y tenía rabo! ¡Era un demonio de verdad!

Por un instante, Victoria estuvo a punto de salir corriendo, pero no lo hizo, pues entonces se dio cuenta de que, demonio o humano, aquel era su Ignacio, o como quiera que se llamase, ya que Ignacio no le resultaba un nombre muy demoniaco, que digamos. Era la misma persona, y, bien pensado, ser un demonio debía tener ciertas ventajas. Por ejemplo, podía tomar el sol en la playa sin quemarse, no se le picarían los dientes, y con aquellas garras, seguro que no necesitaba gastar dinero en cuchillos. Dicen, además, que el diablo cuando se aburre, con el rabo mata moscas. Los cuernos parecían más molestos, pero siempre se los podía limar un poquito, para no tener accidentes.

– Esteeee… Di algo… – dijo Ignitius, con su voz grave de diablo. Estaba con el corazón en vilo, esperando la respuesta de Victoria.

– Yo… – la chica no sabía qué decir ¿Qué se podía decir en circunstancias como esas? -. Vaya ¡esto si que no me lo esperaba! – Y, a continuación, se echó a reír.

La librera y el diablo (III)

A partir de aquel día, el demonio comenzaba a entender mejor todas aquellas novelas románticas. Ahora sabía lo que significaba aquella frase absurda “mariposas en el estómago”. Se había preguntado que clase de estúpido habría podido escribir tal cosa, y por qué todos los humanos parecían entenderlo. Era obvio que si alguien tuviese mariposas en el estómago… las mariposas habrían muerto instantáneamente a causa de los ácidos del estómago. Pero ahora, desde que se veía con Victoria, cada vez que pensaba en ella, sentía las alas de las mariposas revoloteando en su vientre, y se preguntaba como habían podido llegar hasta ahí.

El mundo ya no le parecía un lugar tan terrible. Una vez, hasta compró un ramo de margaritas de todos los colores y se las llevó a Victoria a la librería, y ella las colocó en un jarrón con agua, y las expuso en el escaparate, justo detrás de dos libros sobre economía, gruesos y feos.

Los minutos sin ella, parecían horas. Las horas con ella, pasaban volando. ¿Había algo mejor que el sonido de su risa? ¿Algo más bonito que su sedoso cabello? ¡Y olía tan bien! Sin duda, la amaba.

Fue justo en aquel momento, cuando pensó que la amaba, que una nubecilla de azufre se formó ante sus ojos, y allí apareció su señor Belcebú.

– Muy bien Ignitius – dijo el demonio, con su voz profunda y aterradora, y aspecto satisfecho -. Ya te has enamorado. Es el momento de que regreses al infierno conmigo.

Entonces el diablo se dio cuenta de la auténtica crueldad y dimensión del castigo que le había impuesto su señor. El castigo no consistía en desterrarle al mundo humano… ¡El castigo era regresar al infierno después de haberse enamorado!

¡Aquello era injusto! Su amo le obligaba a enamorarse y a enfrentarse a la perspectiva de pasar el resto de la eternidad separado de su amada, sin poder volver a verla, sin decirle qué había pasado. Peor aún ¿Qué pasaría con ella? ¡Se preocuparía muchísimo cuando supiese que había desaparecido! Pensaría que le había pasado algo terrible, o que se había aburrido y la había dejado, y que todo lo que le había dicho era mentira. Si él se iba, Victoria sufriría. ¡Por su culpa! Él la había utilizado, enamorándose de ella para poder regresar al infierno… y ahora obtenía lo que quería, mientras que la dejaba a ella sola. ¡Era un castigo desproporcionado! Después de todo, él sólo había perdido un alma, y tampoco era seguro que si hubiese intervenido aquel hombre hubiese decidido conducir borracho…

Tuvo una idea. Después de todo, su señor siempre estaba buscando almas nuevas para llevarse al infierno. ¿Y si se llevaba a Victoria consigo? De este modo, compensaría el alma que se le escapó en aquella otra ocasión. Belcebú lo pensó un momento, y después aceptó.

– Pero con una condición. Para entrar en el infierno hay que querer, o merecerlo. No podemos llevarnos un alma inocente contra su voluntad. Así que tendrás que hablar con ella, y convencerla, y sólo si ella lo desea, te la podrás llevar.

Ignitius, muy contento, salió corriendo a buscar a su amada. ¡Le habían dado una oportunidad de seguir con ella, y no la dejaría escapar!

Mientras tanto, Belcebú observaba toda la escena, recreándose en ella. Se sentía muy satisfecho de su refinada crueldad al haber obligado a su siervo a ir al mundo mortal y enamorarse, para luego obligarlo a regresar. Pensaba que eso le enseñaría a no volver a dejarse llevar por sentimientos tales como la compasión o la caridad, pero la propuesta de Ignitius de llevarse a su amada, lo había mejorado todo. El demonio estaba seguro de que, cuando le dijese la verdad a la chica, esta se sentiría horrorizada y engañada, y lo repudiaría violentamente, asqueada por haber estado besando… ¡A un diablo, nada menos! Eso le rompería el corazón a Ignitius, que seguro que a partir de ese momento, lleno de ira y resentimiento, se convertiría en el mejor recolector de almas del infierno.

La librera y el diablo (II)

Después de un rato paseando, dio con una librería pequeña, con el escaparate atestado de libros, que, de algún modo, habían encontrado la manera de convivir en aquel reducido espacio sin estorbarse mutuamente, y sin robarse el protagonismo los unos a los otros. En lugar de competir entre si, como ocurría en algunas librerías en las que los best Sellers estaban ordenados según el ranking de los más vendidos, nadie podría adivinar, por la disposición de los volúmenes, cual era el favorito de la persona que los puso en su lugar. Se diría que cada uno de ellos tenía algo especial.

El diablo decidió que ese era un buen lugar para empezar, y entró. El interior de la librería olía agradablemente. No a azufre, como le habría gustado, pero el olor de todos aquellos libros juntos, algunos desde hacía más tiempo, otros más novedosos, también era bueno. La librera estaba sentada en una mesa junto al mostrador, repasando con interés algún tipo de listado.

En cuanto escuchó la puerta abrirse, la muchacha se puso en pié y sonrió al recién llegado, con la boca, y también con sus ojos azules. Fue una sonrisa que sorprendió ligeramente a Ignitus, puesto que en el infierno nadie sonreía así. Allí sólo se sonreía con la boca, y nunca con los ojos. Le pareció que el estilo de sonrisa de la librera era mucho mejor.

– ¡Hola! ¿En qué te puedo ayudar? – preguntó ella alegremente.

– Buscaba un libro sobre cómo enamorarse – repuso el diablo.

La muchacha permaneció en silencio durante un momento ante tan inesperada petición, pensando, y luego volvió a preguntar, inquisitiva:

– ¿Sobre cómo enamorarse, o sobre cómo ligar?

Esta vez fue Ignitius el que tuvo dudas. Tras pensarlo un instante, se decidió a preguntar por la diferencia entre una cosa y otra.

– Un momentito, que ahora mismo te lo voy a explicar – le dijo la muchacha, y se dirigió a la parte trasera de la tienda a buscar algunos libros. Cuando regresó, llevaba tres volúmenes, uno más grueso, y otros dos más finos, con tapas flexibles de papel satinado y colores brillantes. En uno de ellos se apreciaban siluetas sugerentes de mujeres, e Ignitius no pudo evitar preguntarse por qué la muchacha había supuesto que le atraían las mujeres, si él no había dicho nada al respecto. Sin embargo, no tuvo tiempo de hacer la pregunta en voz alta, puesto que la chica se marchó a toda velocidad, a por más libros. Minutos más tarde, regresó con otros tres volúmenes, encuadernados en tapas duras, y con las hojas más gruesas. Tenían aspecto de ser más viejos.

– ¡Aquí están! – dijo ella satisfecha, poniendo una mano sobre cada pila de libros -. Estos tres libros son sobre cómo ligar – dijo señalando con su mano derecha los libros de tapas flexibles- . El autor promete que si te los lees y aplicas lo que pones, las mujeres caerán rendidas a tus pies. Yo los he ojeado, y no sé qué decirte, aunque supongo que en algunas cosas lleva razón… En fin, no sé, ya me lo dirás si los lees. En cambio, estos otros tres – dijo dando un suave golpecito con su mano izquierda sobre los libros de tapas duras – son tres historias de amor. Pero de amor del de verdad, no del que viene en estos otros libros – señaló de nuevo a los libros de la derecha, con una ligera mueca de desaprobación -. No es lo mismo ligar con alguien que amar tanto a alguien que darías todo por esa persona ¿Comprendes?

– Pues no mucho, la verdad… – dijo Ignitius confundido por toda la información que acababa de recibir. A él la distinción entre una cosa y otra le parecía bastante sutil, pero para la librera en cambio, resultaba evidente, y tal vez para Belcebú también lo fuese. Lo peor era que tendría que quedarse en el mundo mortal hasta que lo hiciera bien.  Su amo no aceptaría una chapuza.

La muchacha, viendo la confusión de su cliente, decidió no perder la ocasión de hacer una buena venta.

– ¿Y si te llevas uno de cada? Los lees, piensa sobre ellos, y si tienes alguna duda, vuelves y ya vemos cuales son los que te convienen más. ¿Qué te parece?

– Mejor me los llevo todos, y así voy a lo seguro – repuso Ignitius. Después de todo, tenía crédito ilimitado con la banca demoníaca.

– Muy bien – dijo la librera, sonriendo todavía con más alegría. El cliente era un poco raro, pero se llevaba seis libros, y había confiado en su criterio para elegir los títulos, sin protestar ni poner pegas. ¿Qué más podía pedir? -. En ese caso, le haré un descuento.

Ignitius salió con sus libros metidos en dos bolsas de plástico. Era normal llevarlos así, pues pesaban demasiado para acarrearlos todos juntos en una sola mano, pero, al mismo tiempo, el diablo no podía dejar de pensar que era como si la librera desease destacar una diferencia fundamental e irreconciliable entre los volúmenes de una y otra temática, pues había tenido buen cuidado de no mezclarlos.

Hecho esto, buscó alojamiento en un hotel, en el que se registró como Ignacio, que era el nombre que figuraba en sus documentos humanos, y se puso a leer sin parar. Decidió intercalar unas lecturas con otras, así que primero leyó “Como convertirse en un seductor”, después “Drácula”, a continuación “Aprende a ligar en 10 pasos”, luego “Cumbres borrascosas”, más tarde “Secretos de seducción”, y, finalmente, “Romeo y Julieta”, que, como era el más fino de todos, se lo dejó para el final.

Cuando terminó, había pasado una semana entera, en la que no había hecho más que leer, con breves descansos para salir a comer algo, y las necesarias paradas para dormir, que exigía aquel cuerpo mortal. En cuanto cerró las tapas de “Romero y Julieta”, se dirigió a la librería indignadísimo.

En la librería encontró de nuevo a la muchacha, que volvió a sonreírle al verle llegar. La sonrisa de ella mitigó un poco la indignación, pero aún así, Ignitius necesitaba hablar con ella.

– Esos libros de amor que me diste, son intolerables. ¿Por qué la gente se comporta de manera tan absurda en ellos? – preguntó el demonio – ¡Sólo me has dado libros sobre gente irracional, sin un gramo de sentido común! ¡Que estúpidos eran Romeo y Julieta! ¡Primero él se suicida pensando que ella ha muerto, y luego ella, al verlo muerto, se suicida! ¿Qué clase de final es ese? ¡Si hubiesen esperado un poco, habrían podido vivir los dos juntos y felices! ¡O haberse enamorado de otra persona! Me has recomendado el peor libro del mundo.

La muchacha se molestó un poco por la reacción de su cliente ¡Ni que hubiese escrito ella los libros! Y… ¡hablar así de Romeo y Julieta, que era una de las grandes obras de la literatura universal! Justo iba a decir algo desagradable cuando se dio cuenta de que, si aquel hombre opinaba así, debía ser que nunca se había enamorado de nadie. Entonces su enfado se convirtió en comprensión, y decidió explicárselo.

– Lo que pasa – dijo ella -, es que cuando te enamoras de alguien, pero de verdad, estás tan bien con esa persona, que esa persona lo es todo para ti, y sin ella, te parece que la vida no tiene sentido. Por eso Romeo se suicida cuando cree que Julieta ha muerto, y luego ella, cuando descubre que él se ha suicidado por su causa, se suicida también. Porque el amor es tan grande, que una vez que lo has conocido, ya no puedes vivir sin él.

– ¿Cómo va a ser eso? – preguntó el diablo -. Yo no me he enamorado nunca, y estoy muy bien. Si amase a alguien, y este alguien se fuese, entonces volvería al estado actual, es decir, a estar como ahora. ¡No pasaría nada! ¡No entiendo a qué viene tanto sufrimiento! Además, teniendo en cuenta que la vida humana es frágil y está llena de avatares, es probable que uno de los muera antes que el otro. O que se enfaden. O que uno sea infiel… ¿Por qué arriesgarse a enamorarse, y después sufrir cuando se acaba el amor? Para eso, es mucho mejor no enamorarse nunca ¿No crees?

– Es mejor haber amado y perdido, que no haber amado nunca – sentenció la librera -. Si no lo entiendes… – sonrió pícaramente -. Ya lo entenderás cuando encuentres el verdadero amor.

¡El verdadero amor! El diablo sintió que la conversación iba derivando hacia terrenos más interesantes, así que preguntó:

– ¿Y cómo se enamora uno? En los libros no pone mucho en concreto sobre eso…

– No lo sé – dijo la librera, encogiéndose de hombros -. Yo creo que esos libros de ligar no sirven para mucho. Los libros de biología dicen que es una cuestión de química cerebral, pero tampoco aclaran demasiado las cosas. Las personas se conocen, hablan, se caen bien, y cuando se quieren dar cuenta… ¡Se han enamorado! Es así de fácil, y así de difícil, porque nunca sabes si tú le gustas a quien te gusta a ti, así que tienes que averiguarlo, y conseguir gustarle. Y si tú le gustas, y él te gusta, entonces podéis empezar a conoceros, y con suerte y paciencia, poniendo cada cual un poquito de su parte y mucha ilusión y cariño, es cuando, sin darte cuenta, te enamoras.

– Pero yo no conozco a nadie – repuso Ignitius, un poco preocupado -. Y me quiero enamorar.

– ¿Eres nuevo en la ciudad?

– Algo así, llegué la semana pasada… No sé como empezar a hacer amigos.

– Bueno, pues me conoces a mí – dijo la librera con una sonrisa -. Me llamo Victoria ¿Y tú?

El diablo continuó llevándose libros de amor que le recomendaba Victoria, y luego regresaba y los comentaba con ella. Un día, ella le propuso que fuesen al cine, pues reponían la versión de “Drácula” de Coppola, y estaba deseando verla. Ignitius accedió encantado, y aquella misma noche, mientras cenaban después de la película, se besaron por primera vez.

La librera y el diablo (I)

El diablo Ignitius había estado a punto de llevarse el alma de aquel hombre al infierno, pero un error de última hora había dado tiempo al desgraciado a pensar mejor lo que iba a hacer, y se había librado de conocer aquel destino. Ignitius había dejado escapar una oportunidad de oro.

Lo peor era que no se había tratado de un simple error. Ignitius había actuado llevado por la compasión. Por algún extraño motivo, en el último instante, una punzada de compasión había logrado aguijonear su duro corazón de diablo, y, en lugar de susurrar al oido de su objetivo que no pasaba nada por coger el coche estando borracho, había permitido que sus amigos le convencieran de que era mucho mejor llamar a un taxi.

Si aquel hombre hubiese cogido el coche, unos minutos más tarde habría colisionado con otro automóvil en el que viajaba una pareja que acababa de tener su primer hijo, y llevaba al bebé, dormido, en una sillita de seguridad. Sillita que no iba a servir de nada, pues la colisión frontal a más de 150 kilómetros por hora, los habría matado a todos en el acto. Eso eran méritos más que suficientes para enviar a un alma al infierno sin posibilidad de apelación. Era un negocio seguro, y Belcebú estaba enfadadísimo porque su siervo lo había dejado escapar. Ignitius, que sabía que no podía decir nada para disculparse, renunció a defenderse.

La vista fue muy corta, y la sanción, ejemplar. Ignitus quedaba desterrado temporalmente al mundo de los mortales, donde habría de permanecer hasta que encontrase el amor verdadero, y de donde tendría que regresar, obligatoriamente, cuando tal cosa hubiese ocurrido.

Ignitius recibió su condena como un mazazo. Él esperaba una pena dura, como pasar los próximos 200 años limpiando el azufre que se acumulaba por todas las rendijas del sistema de ventilación del palacio de Belcebú, pero… ¿Ser expulsado al mundo mortal? ¡Eso era excesivo! ¡Que crueldad!

Mientras se encaminaba tristemente a cumplir su castigo, Ignitius reflexionaba sobre el hecho de que la gran crueldad de su jefe era lo que hacía que unos fuesen amos y otros siervos. No le quedaba más remedio que reconocer y admirar la competencia demoníaca de su amo.

Por suerte, podía hacer algo para que su estancia en la tierra fuese lo más breve posible. Lo único que necesitaba era enamorarse, y podría regresar al Infierno en un abrir y cerrar de ojos.

En cuanto atravesó el umbral del infierno, y puso un pie en el mundo mortal, el cuerpo del demonio cambió para transformarse en el de un inofensivo humano, sin cuernos, ni garras, ni colmillos afilados, con la piel pálida y rosada, en lugar de color rojo brillante, y sin su precioso rabo, del que se sentía tan orgulloso. Ahora era un hombre común y corriente, ni muy alto, ni muy bajo, con el cabello castaño y los ojos marrones, bastante anodino en general. Seguro que la idea de darle un aspecto tan vulgar también había sido de su señor, como parte del castigo.

Lo que sí tenía era dinero. ¿Por qué no iba a tenerlo, si en verdad era un demonio? Un demonio puede perder sus garras, sus cuernos, sus colmillos, y hasta el rabo. ¡Pero siempre tendrá dinero! Como, además, era un demonio inteligente, en lugar de vagar sin rumbo, se sentó en el primer banco que encontró, y se puso a pensar qué haría a continuación.

Quería regresar al infierno lo antes posible. Tan sólo llevaba cinco minutos en el mundo mortal y ya le parecía una eternidad, con aquel frío tan gélido (¡unos 24º!), y aquel aire tan insípido, sin el característico y acogedor aroma sulfuroso. Pero si quería regresar al infierno, tenía que encontrar el amor verdadero, e Ignitius no tenía ni idea de cómo se hacía tal cosa.

Así pues, lo primero que debía hacer era aprender cómo enamorarse, y la mejor manera de aprender, era leyendo libros. Con esa idea, se levantó del banco y comenzó a caminar buscando una librería.

Esperar

Siempre te estoy esperando…

…te podría esperar siempre.

Haiku

Quisiera saber

si cuando yo te sueño

tú me sueñas.

Reencuentro

Raquel pidió un café con leche y se dispuso a esperar. Era invierno, y en las calles de Granada hacía mucho frío, pero el interior de la cafetería estaba caldeado. Los abrigos de los otros clientes se apilaban en los respaldos de sus sillas, formando montañas de paño y lana.

Cinco minutos más tarde, se le acercó un hombre de sonrisa tímida y la llamó por su nombre. Aunque no lo reconoció, enseguida supo que era la persona a quien estaba esperando. Se saludaron cariñosamente con dos besos y tomaron asiento.

Mientras intercambiaban las frases de rigor entre dos personas que hace mucho tiempo que no se ven, Raquel escudriñaba el rostro de su interlocutor. Era una cara de facciones finas pero muy masculinas. Jaime era rubio, aunque tenía el pelo más oscuro que cuando se conocieron, y presentaba unas pronunciadas entradas. Tenía barba. Su tono de voz era grave. Cuando sonreía, alrededor de sus ojos se dibujaba un abanico de finas arrugas.

Jaime había sido su primer amor, la persona que le había dado el primer beso, pero en aquel entonces no se llamaba Jaime, sino Cristina. De aquello ya habían pasado veinte años, y no se habían visto desde entonces. Se habían reencontrado gracias a una red social de Internet.

Raquel trataba de buscar en el rostro del hombre que tenía delante algún rastro de la muchacha que había conocido tiempo atrás, pero era como si hubiese sido eliminada de aquel cuerpo de forma deliberada, metódica e implacable. Tal vez Jaime había usurpado por completo el cuerpo y el alma de Cristina, dejando de ella tan solo los recuerdos.

Fue al mirarle a los ojos cuando por fin logró reencontrarse con su viejo amor de la adolescencia. Tenía la misma expresión aguda, inteligente y un poquito sorprendida que ella había conocido veinte años atrás. Suspiró aliviada.

Hablaron de los viejos tiempos, de por qué se les acabó el amor. En aquel entonces ambos habían sufrido mucho, pero ya daba igual. Ahora podían hablar de ello tranquilamente y sin rencor. Hasta podían reírse. Sin embargo, había algo que aún después de tanto tiempo inquietaba a la Raquel.

– Siempre quise tocar tu pecho y tu espalda, pero nunca te quitabas aquella venda tan apretada, que no se ni cómo podías respirar. Me habría gustado abrazarte, acariciarte, besarte… haber estado solos, tú y yo, sin esa horrible venda de por medio.

Jaime levantó la mirada, recordando el pasado, y su expresión se volvió pensativa. Raquel acababa de tocar un punto sensible en su interior.

– No podía hacer otra cosa – dijo al fin -. Odiaba tanto mi cuerpo… me avergonzaba tanto, que no soportaba la idea de que nadie me viese desnudo. Ni siquiera me podía mirar yo mismo en un espejo… Después me hice la mastectomía y ya no necesito vendas.

– Nosotros no teníamos una relación heterosexual, pero tampoco lésbica – respondió Raquel. De repente ella también se sentía triste -. Yo sabía que eras un hombre, aunque tú no me lo dijiste. Y a mí sí que me gustaba tu cuerpo, no necesitabas ocultármelo. Siempre me preguntaba por qué insistías en esconder una parte de ti. Había un lugar en tu alma, y un lugar en tu cuerpo, a los que no podía llegar ¡Y era sólo por esto! – Las manos de Raquel se levantaron, con las palmas hacia arriba, como si tratasen de acoger en ellas la esencia entera del hombre que tenía enfrente -. Ojala me lo hubieses dicho entonces.

Jaime y Raquel estuvieron charlando durante dos horas más y se separaron prometiendo volver a verse en unos días. Cuando se despidieron, Jaime se quedó con las ganas de coger las manos de su amiga, pedirle disculpas e invitarla que le tocase tanto como quisiera. Sin embargo ya era tarde. Veinte años tarde.

Alguien

No sabía qué debía ser
y fui sólo alguien que juega
alguien que lee,
alguien  que cuida de otro alguien.

Cuando me dijeron que era
alguien que yo no sabía ser
me convertí en alguien que llora,
en alguien que está solo,
en alguien que se siente torpe,
en alguien que no encuentra
un lugar en el que estar.

Por fin aprendí cual era mi sitio
y logré ser la hija de alguien,
la novia de alguien,
la amiga de alguien,
alguien asustado por si logra
descubrir quién es en realidad.

Era alguien fingiendo ser otra persona
hasta que ya no pude fingir más.
Entonces fui alguien que derribó
todo lo que había sido.
Y me dijeron que soy valiente,
que soy un loco y un enfermo,
que soy alguien que huye,
que merezco ser feliz.

Sin embargo todo es mentira.
Tan solo soy alguien que escribe,
alguien que aprende,
alguien que ama y llora,
alguien que sonríe a sus amigos,
tan solo soy quien quiero ser
y no comprendo por qué es tan difícil.

Nuevamente sin internet

No es que me haya quedado sin ideas, o me haya olvidado de este blog. Es sólo que estoy sin internet y por eso no puedo postear más que desde cybercafés o desde la casa de mis padres.

¡¡¡Pero volveré pronto!!!

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