Aquella noche el pastor no pudo conciliar el sueño, pues no hacía más que pensar una y otra vez en Victoria, y en que deseaba volver a verla al día siguiente, y al siguiente, y todos los días de su vida. Si tan sólo hubiese estado seguro de que podría volver a contemplarla aunque fuera durante unos instantes, se habría tenido por el más dichoso de los hombres.
A la mañana siguiente, cuando salió a llevar a pastar a su rebaño, fue recogiendo de la linde del camino las flores que más le gustaban. Amapolas rojo sangre, modestas margaritas, y, del jardín de una vecina, robó rosas naranjas y amarillas. Una vez que estuvo satisfecho con su recolección, y las ató las flores con un trozo de cuerda negra.
En lugar de dirigirse a los pastos que solía frecuentar, fue hacia el lago de Victoria y sobre una piedra plana en la que había visto que la muchacha colocaba sus ropas, depositó el ramo de flores. Después llevó a sus animales a los prados donde solían pastar.
Al llegar la tarde, más o menos a la misma hora que el día anterior, el pastor abandonó sus cabras, confiando en el buen criterio de su perro para velar por ellas, y fue hasta el lago deseando volver a tener la oportunidad de espiar a la joven en su baño. Sin embargo, para su desesperación, en aquella ocasión, el paraje estaba vacío.
– Tal vez – se dijo – llegue hoy un poco más tarde – y, sentándose en el suelo se dispuso a esperar, ya completamente olvidado de los animales a su cargo.
El tiempo pasó y el pastor estaba ya a punto de darse por vencido cuando en la parte baja del lago, cerca de la superficie del agua, apareció la figura alta y estilizada de Victoria. La muchacha había llegado en completo silencio, como siempre, y comenzaba a despojarse de las ropas, ignorante de que estaba siendo observada.
Sólo cuando fue a depositar las ropas sobre la piedra plana descubrió la muchacha el ramo de flores silvestres que le había dejado el pastor. Sobresaltada al descubrir que alguien más frecuentaba el lugar, se tapó torpemente con las prendas que se había quitado, y levantó la cabeza, mirando a su alrededor en busca de quién había dejado aquel regalo. Sin embargo, el pastor también estaba acostumbrado a moverse entre los bosques, y hábilmente se ocultó de la mirada de la muchacha, quién, tras investigar un poco más en los alrededores terminó convenciéndose de que estaba sola, y decidió continuar con su ritual de baño cotidiano.
Aquella noche, ni Victoria ni el pastor pudieron conciliar el sueño. Ella se preguntaba quién le habría dejado el ramo de flores, pues no dudaba que eran para ella. Él no podía creer en su suerte por haberla vuelto a ver.